Un país sin hacer

CUALQUIER mayor de edad sabe que, en esta nación, nos gobiernan tres poderes: el legislativo, el judicial y el ejecutivo. Cada uno tiene una misión. El primero dicta las leyes que han de regir la convivencia; el segundo, las aplica; el tercero, se ocupa de la ejecución de esas decisiones. Los tres han de actuar con independencia. Las ideas políticas partidistas de quienes componen tales poderes no pueden influir en sus actuaciones. Que el presidente de un tribunal como el Constitucional, intérprete de la más alta ley, pertenezca a un partido es la contradicción más grave. Tan elemental es lo dicho que no cabe en cabeza humana semejante dualidad, que siembra la duda sobre sus decisiones. El hecho de pertenecer al PP, por ejemplo, el presidente de cualquier tribunal es una aberración. Si se trata del tribunal más alto, que decide sobre la estricta interpretación de la Constitución, clama al cielo. Es inconcebible que esto suceda en España. Los hombres en cuyas manos está la aplicación de la justicia es imposible que tengan un pie en el campo legislativo o en el interpretativo de la Primera Ley: el peor ejemplo del mal funcionamiento de un país. Sin embargo, tal cosa sucede en España: el presidente del Tribunal Constitucional pertenece al PP. Es como si nos mandasen, en teoría, a todos a tomar su morcilla. Una intolerable vergüenza. Destitúyanlo: nunca debió aceptar tal puesto.